Del oro al latón

Donativos.–La Sra. Maestra y los niños y niñas de la Escuela de Villaseca de Arciel han entregado 23,85 pesetas y una docena de huevos para el glorioso Ejército Nacional.

El Avisador Numantino, 6 de marzo de 1937

 

pesetarepublicana1937La nueva peseta republicana en Mundo Gráfico, 12 de mayo de 1937.

 

En enero de 1939, en París te daban 104 francos por 100 pesetas nacionales, pero sólo 6 francos por 100 pesetas republicanas. Cuando terminó la guerra algunas semanas después, esta moneda carecía ya prácticamente de valor. El dinero de la República había sido derrotado, prácticamente aniquilado, pero tal vez algunos de sus partidarios sintieron una sombría satisfacción en ese momento. Una parte no despreciable de las gentes que combatieron del lado republicano en la guerra civil estaban a favor a de la abolición del dinero, al que consideraban –con mucha justificación, como se vió en la gran recesión que empezó en 2008– como uno de los principales azotes de la humanidad. El dinero fue abolido efectivamente en algunas zonas bajo dominio anarquista, singularmente en el territorio del Consejo de Aragón. Se implantó un sistema de vales, que eran como billetes pero  atados estrechamente a las cosas palpables: un kilo de trigo, una arroba de vino. En Graus (Huesca) las pesetas se cambiaron por un nuevo sistema de grados. Pero esto no fue la norma en el resto del estado republicano. Lo que ocurrió más bien fue que cada autoridad política territorial creó su propio dinero, que coexistió mal que bien con el dinero respaldado por el gobierno de Valencia. Acuñaron moneda (y billetes) la Generalitat de Catalunya, el Gobierno vasco, el consejo de Santander, Burgos y Palencia, el Consejo de Asturias y León, y una infinidad de ayuntamientos y consejos comarcales.

En la zona nacional, el nuevo estado se encontró con poco dinero pero con dos elementos a su favor: el decidido apoyo del sistema financiero internacional, y una capacidad aparentemente ilimitada para extraer a la población hasta el último céntimo en forma de toda clase de cuestaciones y exacciones, que iban desde el impuesto obligatorio al donativo en teoría voluntario, pero que más valía hacer efectivo si no se quería pasarlo mal.

Se podía dar dinero para muchas cosas: Donativos para Aviación, Donativos para las cocinas económicas (en Sevilla), Suscripción a favor del Ejército, Para los soldados del Tercio y Regulares, Aguinaldo del Combatiente, Donaciones para la Junta de Auxilio a los Repatriados, Homenaje al Jefe del Estado, Generalísimo Franco[195] –este tributo era muy particular, pues tenía dos partes: una firma de adhesión, escrita “no a lápiz” en pliegos sin numerar encabezados por el nombre del pueblo y una aportación de 25 céntimos por cada firma–, Donativos para Falange Española de las J.O.N.S., Donativos para la adquisición de camas con sus equipos correspondientes, para el Patronato Nacional Antituberculoso con aportación mínima de 250 pesetas equivalentes a una cama, Suscripción pro avión de Lugo (hubo otra en Asturies pro avión correo), la de Lugo orientada a pudientes,  Suscripción para el Acorazado España, Donativos para los comedores de Auxilio de Invierno, Cuestaciones periódicas para el Auxilio de Invierno–los periódicos las anunciaban y sugerían la aportación razonable, por ejemplo de 30 céntimos cada 15 días; la chapita que se daba a cambio, otorgaba inmunidad al que la llevaba puesta–, Suscripción para el Movimiento Nacional, Suscripción Nacional para el Tesoro Público (admitía dinero, joyas y oro), Suscripción Nacional y Suscripción “Pro Defensa Nacional”, Suscripción para el monumento al general Mola (en Álava), Cuestaciones para pagar los uniformes de Flechas pobres, y otras muchas, así como días de haber de funcionarios o trabajadores de determinadas empresas o ramas de la economía o porcentajes de la paga extra de navidad de funcionarios, etc.

Había tantas suscripciones, que la dirección de El Avisador Numantino, el periódico de mayor circulación de la provincia de Soria, tuvo que advertir a los alcaldes de los pueblos de la provincia y a sus lectores que, mientras no se publicaran las listas completas de donativos a beneficio del glorioso Ejército Nacional, sería imposible insertar listas de otras suscripciones, como la “Muda del Soldado”, el “Socorro de Málaga”, etc[196]. No hay que insistir en la importancia de figurar o no en esas listas.

También había infinidad de donativos, muchos en especie, para circunstancias particulares, especialmente para los hospitales y para los comedores de Auxilio Social, a cargo de algún “gran patriota” o “benemérito empresario”o algunos más alambicados, como costear los muebles a unos cuantos obreros agraciados con una promoción de Casas Baratas, pagar el uniforme completo a 1.500 legionarios para celebrar la puesta de largo de la heredera de una rica familia sevillana, etc. Se publicaban muchas historias de altruismo particular, pobres viudas que daban la mitad de su mísera pensión al Glorioso Movimiento, niños que, con ocasión de algún festejo popular,  recolectaban algunas pesetas entre los viandantes y en lugar de gastárselas en una merienda las donaban al comedor de beneficiencia más próximo, soldados o regimientos enteros que cedían parte de sus sueldos, etc. Los vecinos de un pueblo de Granada se ofrecieron “a trabajar un día a la semana gratuitamente en la reconstrucción de las iglesias destruidas por las hordas rojas[197]”.

El propio general Franco contó uno de estos casos[198] en su discurso de inauguración de la emisora de Radio España (que luego sería conocida como Radio Nacional de España) en Salamanca, la noche del 19 de enero de 1937. El general narró “como muestra de la adhesión sin límites a la causa nacional” la manera en que un grupo de modestas mujeres de Arroyomolinos de Montánchez (Cáceres) llevaron a su Cuartel general (por entonces en la capital de esa provincia) todo el oro que pudieron reunir en el pueblo, que Franco cataloga como “escondido y pobre”. El Caudillo describe minuciosamente la ofrenda: “cuidadosamente envuelto en pequeños papeles, con un nombre en cada uno, aparecían todos los anillos o alianzas matrimoniales del pueblo, todos los zarcillos del día de fiesta, cuidadosamente conservados al correr de los años, pequeños alfileres, medallas gastadas por la acción del tiempo, las cadenitas de oro de las muchachas más acomodadas. En el pueblo pobre y laborioso no quedó ni un solo gramo del preciado metal.”

A continuación, el general busca una explicación a tan emocionante gesto, y tras algo de retórica de las bondades del movimiento nacional llega a su conclusión final: era “la sangre de aquellos nobles hidalgos extremeños”, los conquistadores, todavía corriendo por aquellas modestas mujeres. Es cierto que también habría otras razones. En el partido judicial de Montánchez los nacionales mataron a unas 120 personas, un porcentaje del 0,4% sobre el total de la población, pero sólo en Arroyomolinos fusilaron a seis jornaleros en un paraje conocido todavía hoy como “El Regato de los Muertos”, y seguramente fueron más los asesinados por las fuerzas del emocionado general que recibió aquella ofrenda, verdaderamente medieval, que dejó a todo un pueblo sin un gramo de oro. La corriente de valores no cesó de funcionar durante toda la guerra, exprimiendo hasta la última gota de dinerario de la gente para convertirlo en armamento y recursos para el estado nacional, y por el camino enriqueciendo inmoderadamente a unos cuantos.

El oro de los zarcillos de Arroyomolinos y otros muchos objetos similares se fundía en lingotes que entraban a formar parte, al menos teóricamente, del llamado Tesoro Nacional reconstruido. El primer lingote se exhibió al público[199] el 2 de abril de 1937.
Las multas por los nuevos delitos creados o exacerbados por la guerra eran otra fuente de ingresos de importancia. Las más populares eran las multas por viajar sin salvoconducto, que se podían imponer sin problemas a muchas personas (32 en una sola semana, solo en Zamora, la mayoría de 50 ptas, en marzo de 1938). Otras multas habituales se imponían por atesorar monedas de plata o calderilla, por no pagar el impuesto del plato único o del día sin postre, por faltar el respeto a cualquier autoridad de cualquier forma, por no saludar a los símbolos del Estado,  por blasfemar, etc.

El conjunto funcionaba como una corriente de dinero y otros artículos de valor que fluía continuamente hacia la administración del estado nacional y sus numerosos compartimentos y causas, desde conseguir dinero para comprar aviones y cañones y pagar a los soldados a financiar los comedores de Auxilio Social. La redistribución que tiene que hacer cualquier estado que se precie también existía en la España franquista, con una parte basada en las antiguas formas de la caridad (Auxilio Social) y otra formal, como el subsidio para las familias de los soldados o la rebaja a la mitad de los alquileres.

También el estado republicano recurrió a las cuestaciones públicas para conseguir dinero, aunque con menos éxito que el nacional. Algunas de ellas eran la Suscripción para el Comité pro-auxilio de las milicias provinciales, la Suscripción para el nuevo barco “Konsomol” (el original había sido hundido por submarinos italianos),  la Semana del Niño y el Día del Pionero (juguetes y donativos en metálico), el Donativo para el Homenaje a la Columna Internacional, Donativos para gastos de guerra, etc. L’Esquella de la Torratxa se burlaba de esta costumbre publicando la lista de la suscripción “Pro Rayo Mortifero”, cuyos contribuyentes aportaban “1 peseta gastronómica”, “1 peseta de Girona” o “2 botones”, ecos de la rica variedad monetaria de la República[200].

En el estado republicano la redistribución no era una parte secundaria de la economía como en el caso de la España nacional, sino el meollo de su funcionamiento. Los beneficios empresariales desaparecieron de la noche a la mañana: todo el dinero disponible se dedicó a pagar sueldos bastante sustanciosos a los trabajadores y también a financiar, al menos sobre el papel, otros aspectos de lo que se llamaría después estado del bienestar: cobertura en caso de maternidad o enfermedad, guarderías gratuitas, asistencia sanitaria universal, etc. Esto quería decir que no quedaba casi nada para financiar la compra de armas y pertrechos y la paga de los soldados. Además, buena parte de la economía republicana formaba unidades casi autosuficientes con un tamaño que podía ir desde el de un pequeño pueblo (que imprimió sus propios billetes o vales usando como soporte las tarjetas de visita del cura, cortadas por la mitad) hasta los 20.000 km2 del Consejo de Aragón. Estos enclaves económicos estaban prácticamente desconectados en vertical con el poder supremo económico del estado, y tendían a establecer relaciones económicas horizontales con otras comunidades también muy autosuficientes. Por ejemplo, era frecuente el trasiego de camiones de una colectividad a otra llevando cinco toneladas de aceite de oliva en intercambio con diez o doce mil kilos de patatas, sin la menor traza de dinero oficial por medio.

Al estado republicano no le quedó otro remedio que financiar la guerra imprimiendo dinero, proceso que discurrió en paralelo con la proliferación de dinero local que hubo que erradicar paulatinamente. Este proceso disparó la inflación y terminó por anular el valor de la peseta de la República. La inflación fue mucho más moderada en el estado nacional, y su peseta conservó un valor razonable hasta el último día de la guerra.

La guerra trastocó completamente el concepto que tenía la gente del dinero. En julio de 1936 había una imponente serie de billetes con valores entre 1.000 y 25 pesetas, que no se usaban en la vida diaria, sino en ocasiones especiales, como cuando se trataba de vender una mula o una casa. Las monedas no tenían un valor meramente simbólico, sino literalmente contante y sonante –las monedas falsas se distinguían por su sonido opaco al hacerlas saltar sobre una mesa de mármol–, especialmente los famosos duros de plata, que después de la guerra, ya en los tiempos oscuros de monedas de aluminio y latón, las familias atesoraban con reverencia. El duro de plata pesaba 25 gramos y era metal precioso en buena parte (la peseta de plata de 1933 pesaba cinco gramos, lo que no estaba nada mal, y algunas monedas de 50 céntimos también eran de plata). La calderilla, desde 1 céntimo a 50, solía ser de cobre o níquel.

Todas estas monedas desaparecieron como por ensalmo de la circulación en cuanto empezó la guerra. Eran lo único que tenía valor palpable en un mundo patas arriba, lleno de billetes sin respaldo real, vales y otras formas degradadas de la moneda. La vida en las ciudades se convirtió en una pesadilla: la gente intentaba pagar en la tienda o en el tranvía con billetes de 25 pesetas, pero el cambio no existía. Todo se solucionó al final, con ayuda de monedas fraccionarias apresuradamente puestas en  circulación. Fue otra consecuencia de la guerra: los billetes de pequeño valor, 50 céntimos, una peseta o cinco. Hasta entonces, el valor mínimo de los billetes había sido de cinco duros. A finales de 1938, el gobierno republicano encargó la tirada de un billetazo de 5.000 pesetas, que no llegó a circular. El Banco de España no volvería a tirar un billete con ese valor hasta 1972.

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